A primeras horas de la mañana, recostada en la cama, despeinada y con los ojos a medio abrir, escucho una melodía encantadora, de esas que se pegan sin pedir permiso. Proviene de la calle. Alguien la hace sonar una y otra vez, como un eco persistente. Con cada segundo que pasa, parece acercarse un poco más.
Es el joven afilador de cuchillos, empujando su vieja bicicleta y soplando su flauta de pan. Hacía mucho que no lo escuchaba. Y no puedo evitarlo: esa melodía, tan particular, siempre me transporta años atrás, a otra vida, a otro lugar, cuando cada mañana me asomaba a la ventana solo para verlo pasar y tocar.